Introducción

Durante los primeros siglos del cristianismo, hubo un largo peregrinar hasta que San Dámaso I hizo la Biblia agregando 27 libros pertenecientes al Nuevo Testamento al canon ya existente del Antiguo Testamento. A su vez, mientras los primeros cristianos utilizaban algunos libros apócrifos muy difundidos, las herejías también surgían, con lo que también causó una evolución en el Credo (Símbolo) en el Concilio de Nicea convocado para tal fin. He aquí que presentamos este tema, haciendo un extracto del libro “Compendio de Historia de la Iglesia”:


Desarrollo de la doctrina eclesiástica


1. En la lucha contra las herejías se trataba de separar la verdad del error, por lo cual se habla de establecer, en primer lugar, cuáles eran las señales para reconocer la verdad (criterio). Como tal regla de la fe consideran los Padres de la Tradición apostólica; por lo cual se había de declarar y fundar el sentir de la Iglesia acerca de esta regla de la fe, como lo hicieron principalmente San Irineo, Tertuliano y San Cipriano. Conforme a su juicio, es verdadera aquella doctrina “que concuerda con la profesada por las iglesias apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, y enseña lo que las iglesias recibieron de los Apóstoles, éstos de Cristo y Cristo de Dios. Toda otra doctrina se ha de calificar desde luego de mentirosa, si tiene sabor contrario al de la verdad de las iglesias, de los Apóstoles, de Cristo y de Dios” (Juan 10, 30).
Son prendas de la incorrupta transmisión de la doctrina, la no interrumpida sucesión de obispos, desde los Apóstoles (successio apostolica) y la asistencia del Espíritu Santo. La sustancia de la fe es, lo que siempre y en todas partes se ha predicado y enseñado públicamente a los fieles como fundamento de su salvación. No existe, pues, como pretenden los gnósticos, una doctrina esotérica. Los maestros de la doctrina son los Obispos, los cuales constituyen juntos un Magisterio (Episcopatus unus, que dice San Cipriano), de que cada Obispo tiene parte solidaria. Por eso los Padres (Papias, Irineo) hacían viajes, para cerciorarse de que estaban de acuerdo con todas las iglesias. Pero no son necesarios tales viajes, pues hasta conocer la fe de la Iglesia Romana, con la cual todas las demás han de estar de acuerdo (Irineo). La Sagrada Escritura es propiedad exclusiva de la Iglesia; los herejes la hurtan cuando la invocan en su favor; y no puede tomarse por decisiva regla de fe, sino se la declara como lo hace el Magisterio de la Iglesia.
2. Consiguientemente, se explicaron más y se fundamentaron las doctrinas particulares que impugnaban los herejes: a) la doctrina de la Sma. Trinidad, acerca de la cual, los Padres, oponiéndose a los herejes, afirmaron resueltamente así la igualdad de las Personas como su distinción real: cosas que estaban en la conciencia de los fieles. Con todo eso, no todos los padres alcanzaron en seguida un conocimiento claro de la razón por las que las tres Personas son enteramente iguales, es a saber: la identidad de su Escencia; o por lo menos no acertaron con las expresiones claras y generalmente admisibles; por lo cual pudo decir San Agustín: Non perfecte tractatum est de Trinitate. La procesión del Hijo se designa, indiferentemente, ya con los verbos gignere, genui, ya con condere. Los alejandrinos, siguiendo la idea platónico-filónica tantas veces utilizada por los apologistas, del verbum inmanens y del derbum prolatitium, habían a veces de que el Hijo fue después que el Padre. En el sínodo III de Antioquía llegó a desechar la frase porque Paulo de Samosata la había empleado en mal sentido; a pesar de lo cual, aquella expresión fue algo admitida como la más exacta por el Concilio de Nicea. Mas con todo eso, los Padres antiguos tuvieron generalmente un sentir exacto sobre la igualdad de las Personas divinas y expresaron suficientemente la unidad de su Escencia. b) Tocante a la doctrina de la Encarnación quedó definitivamente vencido el Docetismo. La doctrina de la divinidad de Cristo, quedó en el mismo estado que la de la Trinidad. c) La doctrina de la Creación se trató tan claramente, que no dejaba nada de desear. Sólo Dios ha creado todas las cosas de la nada. Todas las cosas son criaturas de Dios. d) A la Filosofía, o conocimiento puramente natural, se le asignó su lugar respecto de la fe. Se emplea para ilustrar las verdades de fe; pero se ha de subordinar a ésta. Los Padres no reconocen como verdadero gnóstico (intelectual), sino al que ha encarnecido en el estudio de la Escritura y guarda las reglas de los dogmas apostólicos y eclesiásticos. Entre la fe sencilla y la científica, no hay diferencias sino en el grado de entender las verdades.
I. El Símbolo apostólico se puede considerar como la fórmula dogmática de las verdades de fe. Exactamente en su texto actual lo hallamos en el siglo v en el Mediodía de Francia. En los siglos iv-v es común la opinión (Rufino, S. León M., S. Ambrosio) de que había sido compuesto por los mismos Apóstoles antes de separarse (1Ts 2:17). En su antigua forma (Epifanio, Haer. 72,2) se descubre hasta el siglo II como símbolo bautismal de la Iglesia romana y de sus filiales. También las iglesias orientales usaban en los primeros siglos un Símbolo bautismal sustancialmente conforme con el de la Iglesia romana, del cual sólo se distinguía en algunas añadiduras contra los herejes. Se alababa a la Iglesia romana de haber conservado el antiguo Símbolo con la mayor fidelidad mientras que las iglesias orientales muchas veces habían introducido en él modificaciones. Por otra parte, desde los tiempos apostólicos necesitaba el bautizando un símbolo para profesar la fe en la recepción del sacramento, y los fieles un breve resumen de sus creencias, y que tal fórmula existía en el siglo II y aun a fines del 1, se colige con certeza de las expresiones de los apologistas y Padres apostólicos. Por lo cual es sumamente verosímil que el Símbolo apostólico proceda de los Apóstoles o de sus discípulos. Fúndase en la fórmula prescrita por Cristo mismo para el Bautismo, y contiene brevemente la materia de la predicación apostólica. El bautizando debía aprender el Símbolo de memoria, y estaba prohibido escribirlo (Disciplina del Arcano) aun en el siglo V. Servía de base a la instrucción de los catecúmenos y de señal para reconocerse los cristianos ortodoxos. En Oriente, el Concilio de Éfeso (431) sustituyó el Símbolo apostólico por el Niceno-Constantinopolitano como símbolo del bautismo, y así se olvidó allí, de manera que, el Concilio de Ferrara (1439), dudaron los griegos de su origen apostólico. Pero el primero que lo puso en tela de juicio fue Lorenzo Valla, y recientemente ha sido objeto de recias peleas entre los protestantes.
II. Canon de la Sagrada Escritura. Ya desde la destrucción de Jerusalén (a. 70) discutían los judíos acerca del Canon del Antiguo Testamento, dudando del carácter sagrado de los Proverbios, el Cantar de los Cantares, el Ecclesiastés, Ester y de los Libros deuterocanónicos. Pero Cristo y los Apóstoles habían reconocido y usado y usado los Setenta, y así lo continuó haciendo la Iglesia, con lo cual dio por resuelta la cuestión de los Libros deuterocanónicos. Sólo acerca de algunas partes de los protocanónicos, como la historia de Susana y de Bel, hubo diversidad de opiniones entre los cristianos doctos. Por el contrario, el Canon del Nuevo Testamento sufrió cierta evolución, por cuanto los diferentes libros que lo componen habían sido dirigido a diferentes iglesias, y había de transcurrir algún tiempo hasta que fueran reconocidos universalmente y empleados en el culto divino. A mediados del siglo II se puede demostrar que eran universalmente reconocidos los Cuatro Evangelios, la Historia de los Hechos de los Apóstoles, el Apocalípsis, trece Epístolas de San Pablo (no la de los Hebreos) y, excepto la iglesia de Siria, la I Petri et Joann, y probablemente también la de Judas. Las cartas breves (2 Petr. 2 et 3 Joann) se usaron poco en el culto por la exiguidad de su contenido y por eso dejaron pocas huellas. La ad Hebr. que no llevaba el nombre de San Pablo, fue aceptada resueltamente por la Iglesia de Egipto, pero poco conocida en Occidente. Lo mismo aconteció a la Epístola de Santiago, que siempre fue reconocida en Egipto y Palestina. Desde este período dieron ocasión para tratar el Canon, los apócrifos gnósticos y católicos, el Nuevo Testamento de los Montanistas y la nueva Biblia de Marción. Muy pronto se llegó al acuerdo en rechazar los Apócrifos heréticos, por su oposición contra la tradición y los libros genuinos de los Apóstoles. Pero tuvo grandes dificultades el excluir del Canon los Apócrifos católicos y los escritos de los Padres apostólicos, por llevar los nombres de los Apóstoles (Acta Petri, Ep. De Bernabé) o de sus discípulos (Pastor). Hasta el siglo III no se obtuvo en esto el acuerdo unánime. Todavía exigió más largo tiempo la admisión de los escritos apostólicos discutidos en el siglo II (Antilegomena); pero en todo caso se logró durante el siglo IV. Por el contrario, la lucha contra los Montanistas movió a algunos a discutir algunos de los libros generalmente reconocidos. El presbítero romano Gayo, adversario resuelto de los Montanistas, rehusó el Apocalipsis, y los Alogos llegaron hasta rehusar todos los escritos de San Juan, como obra del hereje Cerinto.

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